Vivir nuestra vida con plenitud y generosidad, comprendiendo y ayudando a los demás, puede ser el mejor antídoto contra el temor a la muerte. Actuando de este modo ganamos autoestima y, quizá, la satisfacción íntima de que permaneceremos en la memoria de las personas que nos han amado.
Todos hemos vivido o viviremos la experiencia de la muerte de los demás, y nos conmociona especialmente la de nuestros familiares y amigos. Todos los muertos a los que hemos amado no han desaparecido, porque siguen presentes en nuestros pensamientos, en nuestras acciones, en una fotografía.
Los médicos y las enfermeras tuenen una relación estrecha con la muerte; tal es el caso de Gilbert Lagrue (1922-2016), Profesor universitario y medico hospitalario. Según sus propias palabras: "Cuando fui médico residente, en cada servicio la muerte era algo cotidiano, y sus causas, innombrables y desconocidas... hasta la autopsia del día siguiente. El contacto con la muerte me resultó particularmente penoso en los años que pasé en la sección de pediatría. Guardo un recuerdo doloroso de las leucemias agudas, mortales en pocas semanas. ¿Había que anunciar el diagnóstico ineludible o dejarles unas semanas de esperanza? Al no poder soportar tales sufrimientos, abandoné la pediatría".
El temor a la muerte es innato en el hombre. Desde que comprendió que los demás son otro yo y que todos pueden desaparecer, se despertó inmediatamente su angustia ante este fenómeno brutal e incomprensible contra el que está totalmente desprotegido.
Muchos de nosotros tememos a la muerte, algunos no hablan de ello pero padecen una angustia latente; otros procuran vencer su temor evocándola sin cesar, preparándola, codificando su funeral, eligiendo la música y los ornamentos. Algunos pueden inclinarse hacia la fe para asegurar su eternidad. Creyentes o no, muchos están ansiosos y temen a la enfermedad, es decir, el camino hacia la muerte. Griegos y romanos decían: "El sabio no teme a la muerte", algo fácil de decir, pero difícil de realizar; ¡quién tuviera la receta! En cualquier caso, podemos evocar la sabiduría de Montaigne: "Quien teme sufrir sufre ya de lo que teme". ¿Y qué es lo que más tememos? Ante todo, perder lo que la vida nos da, todo cuanto vemos a nuestro alrededor, nuestros allegados, la sociedad, que, evidentemente, seguirá su evolución sin nosotros. Es un sentimiento de frustración por no estar presentes en ese espectáculo en el que somos a la vez actores y espectadores. Podemos padecer desgracias, la pérdida de seres queridos, dificultades materiales o sociales, pero nuestra reacción ante la desgracia depende en gran medida de nuestras posibilidades psicológicas para analizar adecuadamente esas dificultades, conocerlas y poder aceptarlas.
La mejor estrategia que se debe elegir para no sentir la angustia de la muerte es aumentar la autoestima, el aprecio por nuestra vida y todo lo que comporta, como si su completa apreciación fuera un mecanismo que permite llegar a aceptar también la muerte. En su libro Cuento de Navidad, Charles Dickens describe cómo el viejo usurero Scrooge ve en su sueño su propia tumba en el cementerio. Se repliega entonces sobre sí mismo, comprende que está arruinando su vida y cambia de comportamiento; se interesa por los demás, se convierte en una persona altruista y generosa. ¡La vida le hace feliz! Si debido a un accidente grave comprendemos que hemos estado a punto de morir, modificamos la importancia concedida a ciertos acontecimientos. Todos estamos condenados, hay que ir siempre a lo esencial, vivir plenamente el instante presente, no malgastarlo reaccionando con excesiva vehemencia a las "espinas de la vida". Deberíamos pensar que lo más importante en la vida es no conceder importancia a las cosas que no la tienen, o que, en todo caso, no revestirán gravedad unos meses o unos años más tarde. Es fácil de decir y difícil de hacer, sobre todo al principio, pero tomar distancia es necesario para hacer lo que creemos justo y útil. Y actuar así nos aportará una mayor satisfacción íntima. Esta actitud mental debe adoptarse en todos los instantes de la vida.
La neurosis de la muerte no se cura con ficciones o ilusiones inútiles, sino con un trabajo filosófico y psicológico personal, bien definido, sobre uno mismo y sus pensamientos: es el aprendizaje de la serenidad. Gracias a este tipo de introspección racional es posible adquirir la distancia necesaria. Es a un tiempo más digno y más eficaz tener una idea real de la muerte y encontrar en uno mismo el medio de no sufrir pensando en todo lo que la vida nos ha aportado. Para mí, el mejor medio de sobrevivir es estar presente en la memoria de quienes nos han amado, de las personas que hemos conocido en nuestra vida, sobre todo si hemos podido aportarles alguna ayuda, alguna experiencia, y transmitirles ideas o conocimientos.
Todo lo que sabemos nos enseña que vivir es una oportunidad, a menudo a pesar de la enfermedad y la minusvalía. Creyentes, agnósticos o ateos, lo esencial es la vida que elegimos. Esta puede ser plena y gozosa si respetamos a los demás, si somos altruistas, capaces de ayudar, de comprender y de remediar el sufrimiento de los demás. Creo que sobreviviré un tiempo más o menos largo si mi recuerdo, mi impronta, permanece en la mente de algunos. Debemos cultivar siempre la alegría de vivir, apreciar el momento presente, no lamentar el pasado, saber conservar la libertad interior. "He decidido ser feliz porque es bueno para la salud", escribió Voltaire. Todos los datos actuales de la psicología demuestran que el aprendizaje de la serenidad es posible y que esta constituye un elemento que contribuye a la buena salud física y mental. En el torbellino de la vida, reservarse un tiempo para uno mismo, para la reflexión o la meditación, es indispensable.